El grito de Mila rasgó la noche como un relámpago, desgarrando el corazón de Terrance.
Su hija se retorcía en el asiento trasero, jadeando entre espasmos de dolor. Su frente, perlada de sudor, brillaba bajo la tenue luz de los faros. Se aferraba con desesperación a las manos de Aldo, sus dedos temblaban, crispados por la agonía.
—Resiste, amor… ya casi llegamos —le susurró Aldo, su voz quebrada por la angustia.
Pero Mila apenas lo escuchó. Su cuerpo era una tormenta de dolor, una lucha constante entre la vida y el agotamiento.
Terrance conducía con la mirada fija en la carretera, los nudillos blancos sobre el volante. El mundo a su alrededor se desdibujaba en un borrón de luces y sombras. Cada kilómetro era un castigo, cada segundo, una daga clavándose más profundo en su pecho. No podía soportar, verla sufrir. La impotencia lo estaba devorando.
***
El hospital cobró vida en cuanto llegaron. Voces, pasos apresurados, luces parpadeantes.
—¡Traigan una camilla! —gritó una enfermera al ver