Gabriel caminaba de un lado a otro como un animal enjaulado.
Cada paso resonaba en el piso de la sala de espera, cada respiro era una punzada de angustia que lo carcomía desde adentro.
Sentía que estaba perdiendo el control, que su mundo se desmoronaba. Solo podía pensar en ella.
Vivian.
Y en su bebé.
Si las perdía, si ambas desaparecían de su vida, entonces él también se perdería. No había salvación para un hombre como él si Dios le arrebataba lo único que le quedaba.
Sacó su teléfono con manos temblorosas y marcó a sus padres. Su voz sonaba quebrada, irreconocible.
—Vengan. Vengan ahora.
No dio más explicaciones, no podía. Su garganta estaba hecha cenizas.
Se dejó caer en una de las sillas, apretando los puños contra sus rodillas.
Cerró los ojos con fuerza, y en la oscuridad de su mente solo había un pensamiento, una plegaria desesperada:
«Hija, perdóname. Perdóname por arruinar tu hogar antes de que siquiera nacieras. ¡Soy un padre terrible! Pero prometo cambiar. Seré mejor por ti,