Al día siguiente
Mia abrió los ojos lentamente, aún envuelta en una sensación de pesadez. Escuchó el agua de la regadera, correr en el baño y suspiró. Su cuerpo estaba más cansado últimamente, su vientre crecía más cada día, y con ello, el peso del embarazo la sumía en un sueño profundo del que le costaba despertar.
Eugenio salió del baño poco después, con el cabello aún húmedo y el aroma a jabón llenando la habitación. Se detuvo al verla recostada, una sonrisa suave dibujándose en su rostro.
Se acercó, sin prisa, su mano, encontrando instintivamente el abultado vientre de su esposa.
—Cada vez están más grandes —murmuró, su voz cargada de ternura.
Mia sonrió con sueño. Sabían que serían dos niños, gemelos, idénticos. La idea aún le parecía irreal, pero cada patada dentro de ella le recordaba que la vida crecía en su interior.
Eugenio besó su frente con delicadeza, luego miró su reloj.
—Cariño, debo ir a trabajar —susurró, sin querer romper la calma de la mañana. Se inclinó nuevamente y