Aldo condujo con el rostro impasible, pero sus nudillos se marcaban blancos contra el volante.
El celular vibraba una y otra vez en el asiento del copiloto, pero él no hizo el mínimo intento por responder.
Sabía quién llamaba, sabía qué querían decirle. Nada importaba.
El camino fue un túnel de silencio, un abismo que tragaba cualquier pensamiento racional. Solo quedaba el latido de su corazón, pesado, lleno de rabia y dolor.
Cuando llegaron al puerto, la brisa marina se llevó el aliento de Mila. Quiso abrir la puerta del auto, correr, escapar de esa locura, pero Aldo la miró con frialdad.
—Baja.
Ella negó con la cabeza, apretando los labios con desesperación.
—¿A dónde vamos?
Aldo sonrió, pero en sus ojos no había ternura, solo sombras.
—A nuestra luna de miel, querida. ¿Lo olvidaste? —Su tono se tornó áspero—. Aunque para ti, puede ser luna de hiel.
Mila sintió un escalofrío en la espalda.
—No… no voy a ir contigo.
Él suspiró. Luego, con la fuerza de un hombre cegado por la obsesión,