El ambiente en la Manada del Norte era pesado, tan denso que ni el viento se atrevía a soplar con fuerza entre las cabañas. Desde el amanecer, el silencio reinaba como un luto interminable. El Alfa Karl y su Luna, Alina, apenas se mantenían en pie. Su hija, su orgullo, su luz… Lucía, la heredera del linaje blanco, había caído en combate. Nadie lo había querido creer, pero los guerreros del alfa Jacob lo confirmaron: su cuerpo había desaparecido tras el derrumbe del barranco, y ni el rastro de su esencia permanecía en el aire.
Habían pasado semanas desde entonces, y la ausencia de Lucía se sentía como un hueco imposible de llenar. Dylan, su amigo, su hermano de alma, apenas comía. Se pasaba las noches en el límite del bosque, mirando hacia el sur, esperando lo imposible. Ni siquiera Ronan, su compañero, había logrado arrancarlo de esa tristeza que lo consumía por dentro. Ambos compartían un mismo dolor —uno por amor, el otro por lazos que iban más allá de la sangre.
Esa noche, la manad