El sol del mediodía caía como un martillo sobre el campo de entrenamiento del Consejo Supremo. Los pinos circundantes proyectaban sombras largas y afiladas, pero no ofrecían refugio contra el calor que se acumulaba en el aire, denso como una manta de lana. La Manada del Norte se movía en formación, un grupo compacto de lobos que habían aprendido a sincronizar sus pasos con la precisión de un reloj. Lucía, al frente, dirigía el ejercicio con voz firme, aunque cada movimiento le recordaba el precio de la mañana tan intensa que había tenido. Su cintura protestaba con un dolor sordo, y la espalda le ardía como si hubiera sido marcada por fuego invisible. Jacob no había tenido piedad —o quizás la había tenido toda, en esa forma primitiva y posesiva que lo definía—, y su cuerpo había chocado contra la estantería más veces de las que quería admitir. Cada impacto había sido un eco de placer mezclado con rudeza, pero ahora, bajo la luz del día, solo quedaba el eco del malestar.
—Otra ronda de