El silencio del almacén no era silencio: estaba hecho de respiraciones entrecortadas, de latidos como golpes contra la madera vieja, de un calor que aún vibraba entre los cuerpos.
La luz que se colaba por la rendija de la puerta dibujaba un filo pálido sobre el suelo; todo lo demás era penumbra, olor a madera húmeda y un rastro de electricidad que parecía prenderse en la piel.
Lucía apoyó la cabeza contra la estantería y dejó salir el aire en un suspiro tembloroso.
El corazón no le bajaba del cuello.
Jacob continuó un instante más allí, con la frente pegada a la suya, ojos cerrados, como si necesitara el contacto para recordar quién era bajo el bramido de su lobo.
—Tú eres mía —murmuró, ronco—. Aun sin mi marca, ya lo eres. No importa cuánto tiempo me tome: te reclamaré.
La frase no fue una orden.
Fue una promesa que pesó en el aire como una luna llena.
Lucía sostuvo su mirada; su cuerpo todavía vibraba con la memoria del torbellino que acababa de atravesarlos, pero su mente afiló una