La luna ya había escalado los cielos cuando Camilla llegó a las puertas de la manada. El lobo de guardia vaciló por un segundo al verla, los ojos oscuros recorriendo el estado lamentable en que se encontraba: el cabello pegado al rostro, la ropa sucia de sangre seca y tierra, los ojos opacos. Pero bastó que alzara el mentón y lo mirara con arrogancia para que él retrocediera y abriera paso; al fin y al cabo, ella era la Luna, y no era asunto de un guardia lo que la Luna hacía en su tiempo libre.

Atravesó los pasillos sin decir una palabra. El cuerpo le dolía, los músculos estaban flojos y solo quería acostarse, pero no podía, no ahora. Tenía que hacer lo que debía, nada podía salir mal.

La bañera fue llenada hasta el borde, con aceites, esencias y hierbas que exhalaban aromas dulzones e intensos, un intento desesperado de enmascarar el hedor podrido que parecía haberse incrustado en su alma. Se sumergió en el agua caliente y permaneció allí casi una hora, frotándose la piel hasta enro