El cuarto estaba sumido en una penumbra húmeda y perfumada, las velas encendidas titilaban en los laterales de la cama como si temieran iluminar demasiado lo que estaba a punto de suceder. Camilla ajustó el tirante fino de la lencería negra, sus pechos cubiertos de encaje parecían a punto de escapar con cada movimiento impaciente. El cabello suelto y sedoso caía por su espalda como una cascada de ébano. Sentía su cuerpo arder de fiebre, pero no de deseo, era la enfermedad, el desgaste, la desesperación.
Pero no podía flaquear.
No ahora.
Escuchó los pasos pesados acercándose en el pasillo. El olor de él, amaderado, almizclado, mezclado con el perfume dulzón de otra hembra, golpeó sus fosas nasales antes de que la manija girara. El estómago se le revolvió, pero tragó la repulsión con fuerza.
La puerta se abrió sin ceremonia y Kael entró.
Los ojos estaban enrojecidos, turbios de excitación. El pecho subía y bajaba con urgencia. La miró con una sonrisa torcida en los labios, los ojos re