El aire dentro del despacho de Kael estaba pesado. Ni siquiera el aroma amaderado de las paredes de roble ni el olor a tierra húmeda que entraba por las rendijas era capaz de aliviar la tensión que se había instalado.
La anciana estaba de pie frente al escritorio de madera tosca. Su postura era erguida a pesar de la edad, y el cabello largo y plateado caía suelto sobre el manto oscuro que vestía. Sus ojos, de un verde profundo y firme, miraban al alfa con la misma autoridad que una luna llena en el cielo. No le temía; veía frente a sí solo a un niño mimado que no sabía lo que hacía, que era cruel por placer y que condenaría a todos a la desgracia, tarde o temprano.
Kael, sentado tras el escritorio, con los codos apoyados y los dedos entrelazados frente a la boca, sostenía la mirada de ella con impaciencia. La mandíbula apretada delataba que la conversación ya lo irritaba más de lo que quería admitir. Odiaba la forma en que aquella vieja conseguía ser tan incómoda, como lo miraba desde