Días después
—Llegas tarde otra vez… —Ana hablaba bajo, mientras servía la sopa—. Me preocupé, Martín. —¿Tarde? —él arrojó las llaves sobre la mesa y se dejó caer en la silla—. Estuve trabajando, ¿o prefieres que no haya dinero para pagar esta casa? —No es eso… —Ana bajó la mirada—. Solo… me siento sola cuando no estás. —¿Sola? —Martín soltó una risa seca—. Tienes techo, comida, ropa… ¿y todavía te atreves a decir que estás sola? —Yo solo quiero compartir más tiempo contigo… —¡Basta! —golpeó la mesa con la palma—. Siempre lo mismo: tus quejas, tus dramas. ¿Nunca piensas en lo que yo hago por ti? —No me estoy quejando… —Claro que sí. Te encanta hacerte la víctima. Hablas como si yo fuera un monstruo. Ana jugó con la cuchara entre las manos. —Hoy vino Clara… —¡Otra vez esa mujer! —Martín levantó la voz—. ¿Qué parte de “no quiero verla aquí” no entendiste? —Solo vino a dejarme pan… nada más. —No me importa. Yo dije que no la quiero cerca. ¿O acaso ya no te basta con lo que te doy yo? —Es mi amiga… —Ana tragó saliva—. No entiendo por qué no puedo verla. —Porque yo lo digo. —Martín se inclinó hacia ella, mirándola fijo—. En esta casa mando yo. Ana apretó los labios, intentando no llorar. —Clara no te ha hecho nada… —¡Cállate! —Martín golpeó la mesa otra vez—. Ella te llena la cabeza de tonterías. Quiere que me dejes. ¿O no te das cuenta? —No es verdad… —Claro que lo es. —Martín sonrió con desprecio—. Eres tan ingenua que cualquiera te manipula. —No soy ingenua… —¿Ah no? —se recostó en la silla, cruzando los brazos—. Mírate, creyendo que alguien como Clara es tu amiga. Si lo fuera, respetaría nuestra relación. Ana bajó la cabeza. —Yo no quiero problemas, Martín. —Entonces obedece. Haz lo que digo y no habrá discusiones. Un silencio denso cubrió la mesa. Ana intentó cambiar el tema. —¿Quieres que te sirva más sopa? —Ni siquiera sabes cocinar bien… —Martín empujó el plato—. Siempre te queda sosa. Ana sintió un nudo en el estómago. —Lo intenté… —Intentar no sirve de nada. —Martín encendió un cigarrillo—. Una mujer que no sabe ni complacer a su marido, ¿qué clase de esposa es? —Perdón… —susurró Ana. —Siempre lo mismo: perdón, perdón… —él soltó el humo con desprecio—. Si de verdad me quisieras, aprenderías a hacerlo bien. Ana apretó las manos sobre sus rodillas. —Te quiero, Martín… —Tú no sabes querer. —Él la señaló con el cigarrillo—. Si supieras, no me harías perder los estribos. —Yo trato… —No tratas lo suficiente. —Martín se inclinó sobre la mesa—. Pero tranquila, todavía puedo enseñarte cómo debe comportarse una esposa de verdad. —Solo quiero que estés contento conmigo. —Entonces haz lo que te digo y deja de cuestionarme. Ana lo miró a los ojos, con lágrimas contenidas. —A veces siento que no soy suficiente para ti… —Porque no lo eres. —Martín sonrió fríamente—. Pero yo te aguanto, ¿ves? Otro ya te habría dejado. Ana apretó los labios, tratando de contener el sollozo. —Gracias por… por quedarte. —Así me gusta. —Martín apagó el cigarrillo en el plato vacío—. Reconociendo que dependes de mí. Ana asintió débilmente. —Voy a mejorar… lo prometo. —Más te vale. —Martín se levantó, caminó hacia ella y le levantó el mentón con la mano—. Y recuerda: todo lo que hago es por tu bien. —Lo sé… —Si soy duro, es porque quiero que seas mejor. —Lo entiendo… —Bien. —Él le dio un beso rápido en la frente—. Ahora sonríe, que no me gustan las mujeres tristes. Ana forzó una sonrisa mientras las lágrimas caían en silencio. Así pasaron años en esa tortura, años de matrimonio, años de nostalgia, tristeza.