Los primeros meses de casados fueron, para Ana, como vivir dentro de un sueño. La pequeña casa que Martín había preparado para ellos estaba ubicada a las afueras del pueblo, rodeada de árboles y con un jardín que, según él, sería el lugar donde verían crecer a sus hijos. Ana lo escuchaba hablar de futuro y se le iluminaban los ojos.
Se despertaba temprano cada mañana, ansiosa por preparar el desayuno. Había aprendido de su madre a cocinar arepas doradas, huevos al gusto y café recién hecho. Martín se sentaba a la mesa con gesto satisfecho, mientras ella lo observaba con el corazón rebosante de orgullo. “Soy su esposa, la señora de la casa”, pensaba. Él trabajaba largas horas en el taller mecánico que había heredado de su padre, y Ana se dedicaba a cuidar del hogar. Pintaba las paredes, acomodaba los muebles, lavaba la ropa a mano y se esmeraba en dejar todo impecable para cuando Martín regresara. Cada rincón de esa casa llevaba un poco de ella, un pedazo de su ilusión. Al principio, todo parecía perfecto. Martín le llevaba flores silvestres arrancadas en el camino, la abrazaba por las noches y le prometía que juntos podrían superar cualquier dificultad. Ana se dejaba envolver por esas palabras y, aunque a veces él mostraba un carácter fuerte, lo interpretaba como señal de que era un hombre decidido. Sin embargo, poco a poco comenzaron a aparecer pequeñas grietas en su felicidad. La primera vez que lo notó fue en una visita de su mejor amiga, Clara. Habían crecido juntas, compartido secretos de infancia y sueños adolescentes. Clara llegó con una sonrisa y un regalo sencillo para la casa: un jarrón de cerámica pintado a mano. Ana la recibió con entusiasmo, pero Martín apenas saludó con frialdad. Durante la tarde, mientras ellas charlaban animadamente, él permaneció callado, observándolas con gesto serio. Cuando Clara se marchó, Ana se sorprendió al escuchar su reproche: —No me gusta que pierdas el tiempo con chismes —dijo Martín, cruzándose de brazos—. Ahora eres mi esposa, tu deber es atender la casa y a tu marido. Ana sintió un nudo en la garganta, pero intentó sonreír. —Es mi amiga, Martín… solo vino a visitarme. Él negó con la cabeza. —No quiero que andes recibiendo visitas a cada rato. Las mujeres hablan demasiado, y eso no trae nada bueno. Ella guardó silencio. No quería discutir. En su corazón pensó que quizá tenía razón, que ahora su vida debía girar en torno a su matrimonio. Con el paso de los días, esos pequeños comentarios se hicieron frecuentes. Martín se molestaba si Ana se arreglaba demasiado para salir al mercado, si sonreía mucho al saludar a algún vecino, o si mencionaba algún recuerdo de su adolescencia. Para él, todo debía girar en torno a la casa, a su trabajo y a lo que él consideraba correcto. Ana, enamorada, justificaba cada gesto. “Me cela porque me quiere”, se repetía una y otra vez. Su madre había dicho alguna vez que los hombres eran celosos por naturaleza, y ella pensaba que era parte del matrimonio aprender a soportar esas cosas. Pero no todo eran reproches. Había días en los que Martín se mostraba atento y cariñoso. Le llevaba dulces, la abrazaba por la espalda mientras cocinaba o le susurraba que era la mujer más hermosa que había visto. Esos momentos bastaban para borrar las sombras y hacerla creer que los problemas eran solo pequeños tropiezos. Un domingo, mientras caminaban juntos por la plaza del pueblo, un joven vecino saludó a Ana con amabilidad. Era un antiguo compañero de escuela, alguien a quien apenas había visto unas cuantas veces en la vida. Ana respondió con una sonrisa cordial, pero Martín se detuvo en seco. —¿Quién es ese? —preguntó con voz tensa. —Un compañero de la escuela —respondió Ana, sorprendida por el tono. Martín la miró con dureza. —No me gusta cómo te mira. No quiero que vuelvas a hablarle. Ella bajó la cabeza. No entendía por qué una simple sonrisa podía despertar tanta molestia. Pero en lugar de discutir, prefirió callar. Aprendió a medir sus gestos, a bajar la voz, a ocultar sonrisas para evitar conflictos. Las sombras se hicieron más evidentes una noche en que discutieron por algo trivial: el dinero de la casa. Ana había comprado unas telas para coser cortinas nuevas y darle más color al hogar. Cuando Martín lo notó, se enfureció. —¿Acaso crees que el dinero crece en los árboles? —gritó, golpeando la mesa con el puño—. Yo trabajo duro para traer cada peso, y tú lo gastas en tonterías. Ana se quedó paralizada, con las telas aún en las manos. Nunca lo había visto así, tan alterado, con la voz retumbando en las paredes. Sintió miedo, un miedo extraño que le oprimió el pecho. Quiso explicarle que solo pensaba en embellecer la casa para él, pero las palabras no salieron. Martín respiró hondo, se pasó una mano por el cabello y, como si nada hubiera pasado, se dejó caer en la silla. —No me hagas enojar, Ana —dijo con un tono más bajo, casi paternal—. Sabes que lo hago por tu bien. Ella asintió en silencio, con lágrimas contenidas. Esa noche, mientras intentaba dormir, pensó en la promesa de amor eterno que él le había hecho en el altar. Se dijo a sí misma que debía aprender a complacerlo, a ser mejor esposa, a no cometer errores. No sabía aún que esas primeras sombras eran solo el comienzo de una tormenta que marcaría el resto de su vida.