El sol se filtraba perezoso entre las cortinas blancas de la cabaña. Ana fue la primera en abrir los ojos. Durante unos segundos permaneció quieta, observando el rostro de Leonardo dormido a su lado. Su respiración era profunda, serena. Tenía una mano apoyada sobre el pecho y una expresión tranquila, como si por fin hubiera encontrado descanso después de tanto tiempo.
Ana sonrió. En silencio, miró su anillo. El brillo del diamante se mezclaba con la luz del amanecer, pero lo que realmente la conmovía no era la joya, sino lo que representaba. Un nuevo comienzo, pensó, con un nudo dulce en la garganta.
Tomó el teléfono del bolso y salió al pasillo, cuidando no despertarlo. Marcó el número de Clara. No tardó en contestar.
—¿Ana? —preguntó con voz somnolienta—. ¿Sabes qué hora es?
—Lo sé, lo sé —respondió Ana entre risas—. Tenía que contarte algo.
—¿Qué pasó? No me asustes.
Ana se sentó en un sillón del corredor, con la emoción desbordándole en la voz.
—Me pidió matrimonio, Clara… y acept