El auto avanzaba por la carretera iluminada apenas por la luz de la luna.
Ana observaba por la ventana los árboles pasar a toda velocidad, y un presentimiento comenzó a crecerle en el pecho.
—Leonardo… —dijo con cautela—. Esta no es la ruta al apartamento.
Él sonrió sin apartar la vista del camino.
—Lo sé.
—¿Entonces a dónde vamos?
—Es una sorpresa.
Ana lo miró desconfiada, aunque no pudo evitar sonreír.
—¿Otra más? ¿Después de un anillo, flores y mariachis? Me vas a malacostumbrar.
—Eso es exactamente lo que quiero —respondió él con una mirada cómplice—, que te acostumbres a que te amen como mereces.
El silencio que siguió fue dulce, lleno de promesas.
El trayecto duró poco más de una hora. El aire cambió: más fresco, con aroma a pino y tierra húmeda.
Cuando el auto se detuvo, Ana miró por la ventana y quedó sorprendida.
Frente a ellos había una cabaña elegante, rodeada de árboles, con luces cálidas que se filtraban desde el interior.
—¿Qué es este lugar? —preguntó, mar