El sonido del ascensor se apagó detrás de Ana cuando llegó al pasillo del apartamento. Eran casi las siete de la tarde y el cielo, visto desde los ventanales, tenía un tono rosado que anunciaba el fin del día. Dejó el bolso sobre el sofá y se quitó los tacones, dejando escapar un suspiro largo. A pesar del cansancio, una sonrisa leve le iluminaba el rostro.
—¡Clara! —la llamó desde la sala.
La voz de su amiga llegó desde la cocina, acompañada del sonido de ollas y del aroma a pasta recién hecha. —¡Aquí! —respondió—. Justo iba a servirte. Marta dijo que estabas por llegar.
Ana se acercó y la encontró con un delantal floreado, moviendo la salsa con aire satisfecho.
—¿Y esa sonrisa? —preguntó Clara, alzando una ceja.
Ana se sentó en uno de los taburetes, apoyando los codos sobre la barra. —Leonardo me invitó a pasar el fin de semana en su casa de la playa.
Clara se giró tan rápido que casi deja caer la cuchara. —¿¡Qué!? ¿La playa?
Ana asintió, divertida por su reacción. —Sí, pero antes d