El reloj del vestíbulo marcaba las ocho en punto cuando Ana cruzó las puertas de Santori Corp. El aire olía a café recién hecho y a perfume caro; la rutina de la empresa ya se sentía viva, con empleados caminando rápido, saludando con formalidad.
Apretó la carpeta contra su pecho y sonrió levemente al guardia antes de dirigirse al ascensor. Era su tercera semana en el trabajo, y aunque aún no se sentía completamente parte de ese mundo, ya no le temblaban tanto las manos al saludar.
Al llegar al piso ocho, todo parecía igual: el pasillo impecable, el sonido lejano de los teclados, y el murmullo constante de conversaciones a media voz. Pero al abrir la puerta de su oficina, algo la detuvo.
Un perfume dulce llenaba el aire. No era el habitual olor de ambientador ni de papel nuevo. Era más intenso, más… personal.
Sobre su escritorio, descansaba un ramo de rosas rojas, envueltas con un lazo de terciopelo negro.
Ana se quedó inmóvil, el corazón acelerándosele en el pecho. Dio unos pasos len