Ana apagó el computador y se quedó mirando unos segundos la pantalla vacía.
La conversación con Leonardo aún le daba vueltas en la cabeza.
No solo por lo que había dicho, sino por cómo la había mirado, con esa mezcla de autoridad y preocupación que la desarmaba.
Se frotó las manos, intentando calmar el leve temblor en sus dedos.
Sabía que tenía razón: no debía irse sola.
Pero también sabía que no soportaría otro día sintiéndose vigilada.
Tomó el teléfono y marcó un número.
—¿Aló? —respondió la voz de Clara, siempre con ese tono alegre que le levantaba el ánimo.
—Clara, soy yo… Ana.
—¡Por fin! —dijo riendo—. Pensé que te habías olvidado que existía.
Ana sonrió con cansancio.
—Lo siento, anoche llegué y estabas dormida y hoy salí muy temprano.
—Lo sé, tontita. —Que extraño que me llames, pudimos hablar en casa, pasó algo?
Preguntó con curiosidad.
Ana dudó unos segundos antes de responder.
—Sí… volvió a aparecer Martín.
Hubo un silencio corto, pero lleno de tensión.
—¿Qué? ¡¿Cómo que vol