Las luces del Instituto Nueva Era parpadeaban mientras Ana salía del edificio. La noche había caído, y el aire fresco le despejaba el rostro después de un día intenso de clases. Sus pasos resonaban sobre la acera vacía y las hojas secas que el viento movía suavemente. La ciudad estaba tranquila, solo el murmullo lejano de autos y algunos transeúntes rompían el silencio.
Ana caminaba con la mochila colgando de un hombro, el cuaderno bajo el brazo. A pesar del cansancio, sentía una satisfacción que hacía que cada paso valiera la pena. Había trabajado con informes, tablas y redacción formal; había concentrado toda su atención en mejorar y, aunque no era perfecta, había notado su progreso.
Al llegar a la esquina, vio las luces cálidas de la calle de su barrio reflejándose sobre los vidrios de los edificios. Respiró hondo y se dijo a sí misma: “Esto vale la pena”.
Cuando abrió la puerta del apartamento, un aroma a café recién hecho y papel fresco la recibió. Clara estaba sentada en la s