Los días siguientes transcurrieron con una calma en apariencia extraña. Martín se comportaba como si Ana no existiera: no la miraba, no la tocaba, no le dirigía palabra alguna, más allá de lo indispensable. El silencio de la casa se volvió pesado, pero distinto al de antes; ya no había gritos, ni discusiones, ni reproches, sino una indiferencia helada que resultaba igual de hiriente.
Ana, mientras tanto, seguía atrapada en sus pensamientos. La pregunta que había dejado escapar en voz baja seguía resonando dentro de su cabeza: “¿Y si Clara tiene razón?”
Cada vez que Martín entraba y salía sin siquiera mirarla, la duda crecía. Quizás Clara veía algo que ella había decidido ignorar. Quizás, después de todo, el amor no justificaba tanto dolor.
Una tarde, cuando Ana ya había comenzado a acostumbrarse a esa rutina silenciosa, la voz de Martín la sorprendió.
—El viernes iremos a una fiesta de la empresa —dijo de golpe, sin preámbulos, como quien da una orden.
Ana levantó la vista,