Ana y Clara seguían en el centro comercial cargando solo un par de bolsas pequeñas. La tarde se sentía fresca, y el murmullo de la gente a su alrededor les daba una sensación de normalidad que Ana no había experimentado en días. Cada paso entre las vitrinas, cada risa de los visitantes, parecía recordarle que aún podía disfrutar de pequeñas cosas, aunque Martín siguiera con su indiferencia habitual.
—Al menos terminamos con lo más pesado —dijo Clara, ajustando una bolsa en su brazo—. Ahora solo falta lo último.
—Sí… el teléfono —respondió Ana, con una mezcla de alivio y nerviosismo—. Gracias por hacer esto por mí, de verdad.
—¡No hay de qué! —rió Clara—. Además, no es nada comparado con lo que te mereces. Ahora vamos a la tienda y solucionamos tu problema de una vez.
Entraron a la tienda, y Ana sintió un pequeño cosquilleo de emoción y timidez al ver la fila de teléfonos nuevos, brillando bajo las luces. Clara la tomó del brazo con complicidad, como diciéndole que no se preocupara, qu