El silencio en la casa esa noche era diferente. No era el silencio pesado que Ana había conocido tantas veces, ese que presionaba y comprimía cada espacio, sino uno más ligero, casi liberador.
Martín no estaba. No era la primera vez que se quedaba fuera, pero aquella vez había algo distinto: un alivio que recorrió el cuerpo de Ana desde los pies hasta la cabeza, como si por primera vez pudiera respirar sin la amenaza constante de su presencia.
Se sentó en su cama, abrazando las rodillas, mientras la luz de la luna se filtraba por las cortinas. La habitación estaba en penumbra, pero podía distinguir cada detalle: los libros apilados en la mesita, la lámpara apagada, la ropa cuidadosamente doblada en la silla. Todo parecía en silencio, pero la calma era rara y preciosa.
Ana cerró los ojos y dejó que su mente vagara, como si la ausencia de Martín hubiera abierto un espacio que antes no existía. Podía escuchar su propia respiración, sentir el latido de su corazón sin la presión de los pas