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Marcos

Fantasmas de la Memoria

ALGUNAS HORAS DESPUÉS…

El rugido del motor era lo único que me mantenía consciente. El viento cortaba mi piel y el frío se pegaba a mi ropa como garras invisibles. Ya no sabía cuántas horas llevaba conduciendo.

Solo sabía que tenía que seguir. Lejos. Cada kilómetro que me alejaba de mi antigua vida parecía aliviar un poco la presión asfixiante en mi pecho.

La carretera se extendía ante mí, interminable. Mis pensamientos volvían al lugar donde todo comenzó.

La Autoeletron.

Pasé años construyendo aquella empresa. Desde cero. Trabajaba dieciséis horas al día, sin vacaciones, sin fines de semana. Conocía a cada proveedor, cada contrato, cada detalle de la importación de chips automotrices que abastecían a algunas de las mayores automotrices del mundo.

—Marco, necesitas descansar. No puedes cargar todo sobre tus hombros —decía Paulo constantemente.

Yo lo ignoraba. No porque desconfiara de él, sino porque el peso del imperio que había construido era mío para cargar. Estaba obsesionado con los resultados. Cualquier debilidad podía costarme miles de millones.

Recuerdo la primera gran negociación. Estaba en una oficina acristalada en Múnich, sentado frente a un ejecutivo alemán que dudaba de que un brasileño pudiera garantizar una distribución tan eficiente como las gigantes estadounidenses. Me miró de arriba abajo, subestimándome antes incluso de escuchar mi propuesta.

—¿Quiere que confiemos nuestra producción a su empresa? —dijo, ajustándose las gafas.

Lo miré a los ojos y sonreí.

—Quiero que confíen en los números. Aquí están nuestras proyecciones. En un año, su margen de beneficio aumentará un 27%. Si no es así, devolveré hasta el último centavo invertido.

Firmó el contrato ese mismo día.

Ese era yo. Un empresario de resultados. Un negociador frío. Alguien que transformaba el trabajo en éxito y no aceptaba fracasos.

Entonces llegó Júlia.

Pensé que finalmente lo tenía todo. La mujer perfecta a mi lado, estatus, dinero. Pero la verdad es que nunca la tuve. Nunca tuve nada más que la ilusión de control.

Parpadeé, volviendo a mirar la carretera. Ahora estaba en el sur de Brasil. El cartel indicaba que pasaba por Santa Catarina. La nieve era rara por aquí, pero esa noche cubría el asfalto, volviendo todo aún más traicionero.

El cansancio pesaba, pero no tanto como el dolor dentro de mí.

El viento cortaba mi rostro como cuchillas heladas. Aceleré más, intentando huir de lo que llevaba atrapado dentro.

Pero no importaba cuánto rugiera la moto debajo de mí, ni cuántos kilómetros dejara atrás, las voces del pasado no me abandonaban.

¿Qué me había convertido?

Toda mi vida había sido una lucha. Desde pequeño veía a mi madre levantarse antes de que saliera el sol, salir a trabajar y volver tarde, agotada, pero con una sonrisa en el rostro.

"Vas a ser alguien, Marcos"

decía, mientras calentaba la comida barata en la estufa.

"Vas a tener una vida mejor que la mía."

Ella sacrificó todo por mí. Trabajó como costurera, limpiadora, dependienta... cualquier cosa para darme estudios.

Cuando aprobé el examen de ingreso a la universidad de administración, la recuerdo llorando en silencio en la cocina. Nunca vi tanto orgullo en una mirada.

Pero no vivió para ver hasta dónde llegué.

El cáncer se la llevó demasiado rápido. En menos de un año, la mujer que me enseñó a ser fuerte estaba frágil, acostada en una cama de hospital. Y yo, desesperado, intentaba todo, pero el dinero que aún no tenía no pudo salvarla.

"No te rindas, hijo"

me dijo con voz débil, apretando mi mano.

"Construye algo que valga la pena."

¡Y lo construí!

La Autoeletron nació de noches sin dormir, de rechazos humillantes, de puertas cerradas.

Pero insistí. Hice contactos, aprendí cada detalle del mercado, pasé noches enteras estudiando contratos y estrategias. Al principio, nadie tomaba en serio a un joven empresario.

¡Pero hice que me tomaran en serio!

Cerré mi primer contrato importante a los 26 años. A los 30, ya competía con gigantes. A los 35, era uno de los mayores importadores de chips automotrices del país.

¿Y para qué?

Ahora, aquí estaba, solo en la carretera, con un vacío en el pecho que ningún dinero podía llenar.

¡El hijo que nunca tuve!

El dolor me apretó la garganta.

Imaginaba a él, o a ella, corriendo por la casa, agarrándome el dedo con una pequeña mano.

Le habría enseñado a andar en bicicleta, leído cuentos antes de dormir. Habría sido un padre presente, porque sabía lo que era crecer sin uno.

¡Pero Júlia me lo arrebató!

De repente, me vi cuestionándolo todo. Me había dedicado tanto a ser un hombre exitoso, pero fallé en lo más esencial.

Fui tan ciego que confié mi vida a una mujer que nunca compartió mis sueños.

Yo quería un futuro. ¡Ella quería los reflectores!

Aceleré la moto, sintiendo cómo la rabia y la tristeza se mezclaban. El frío de la nieve no era nada comparado con el incendio que ardía dentro de mí.

Mi madre me habría dicho que parara. Que no me perdiera en medio de esta tormenta. Pero yo ya estaba perdido desde hacía tiempo.

Recordé cuando conocí a Júlia. Fue en un evento corporativo en Milán, lleno de gente importante, inversores, magnates del sector automotriz. Ella apareció como un espejismo: alta, elegante, con el cabello rubio cayendo sobre los hombros, una sonrisa ensayada para las cámaras.

Nunca fui de dejarme llevar por las apariencias, pero ese día, ¡me dejé!

El problema era que ella sabía exactamente qué decir para encantarme. Hablaba de ambiciones, de querer algo verdadero, de construir una vida sólida lejos de la superficialidad del mundo de la moda. Yo le creí. Quise creerle.

Ahora, cada palabra suya resonaba como una cruel farsa en mis oídos.

Los árboles pasaban borrosos a los lados de la carretera. La nieve caía con más fuerza, mezclándose con la niebla que subía del asfalto congelado.

Debería haber parado. Descansado. Pensado con calma.

Pero ¿cómo parar cuando todo dentro de mí gritaba?

Cerré los ojos por un segundo —solo un segundo— y cuando los abrí, ya era demasiado tarde.

Un faro apareció delante de mí.

Intenté esquivar, pero la moto patinó.

Sentí el impacto lanzarme al aire, como si me hubieran arrancado de la realidad. El tiempo pareció estirarse.

El cielo, el suelo, el frío cortante. Todo se mezcló en un torbellino de sensaciones.

Cuando finalmente golpeé el suelo, el mundo se oscureció.

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