Cicatrices de la Tierra
La calma de los días siguientes al taller parecía un premio silencioso.
La finca respiraba con más firmeza, como si, de algún modo, hubiera sido lavada por dentro.
Los senderos de tierra se sentían más livianos bajo los pies, las plantas vibraban con más color, e incluso los animales parecían compartir esa paz discreta que se esparcía por la casa.
Pero bastó una sola llamada para que todo se estremeciera.
Era al final de la tarde. El cielo ya adquiría tonos ámbar cuando sonó el teléfono.
Jasmine estaba en la cocina preparando buñuelos de lluvia con Roberta.
Pedro, sentado en el escalón del porche, lijaba un trozo de madera para los soportes del nuevo invernadero.
Al oír el sonido del teléfono fijo, dejó lo que hacía, se limpió las manos en el pantalón y entró.
— ¿Aló?
— ¿Jasmine Almeida? —la voz masculina era seca, directa.
— No, aquí Pedro. ¿Con quién desea hablar?
— Necesito hablar con la dueña de la finca.
— Es un asunto urgente.
— Es sobre Mar