Esa tarde, mientras Ana recorría los pasillos del hospital, algo en el ambiente parecía distinto. No era el bullicio habitual ni el ritmo acelerado de las urgencias. Era una sensación sutil, como si el aire se hubiera vuelto más denso. Saludó a sus compañeros, revisó su agenda, y se dirigió a la sala de descanso para tomar un café. Al pasar por la ventana del pasillo, se detuvo. Afuera, entre los árboles del jardín, había un hombre de pie. No hacía nada. Solo miraba hacia el edificio.
Ana sintió un escalofrío. No podía distinguir su rostro, pero algo en su postura le resultaba familiar. Respiró hondo, intentando calmarse. “Tal vez es un visitante”, pensó. Pero su intuición le decía otra cosa.
En ese momento, su teléfono vibró. Era un mensaje de Alejandro:
“Estoy contigo, aunque no me veas. Si algo te inquieta, solo dime.”
Ana sonrió con ternura. No respondió, pero guardó el mensaje como si fuera un talismán.
Mientras tanto, en una cafetería cercana, un hombre de chaqueta gris hojeaba