Ana una medica cirujana, se rencuentra con su pasado aquel que dejo por seguir sus sueños y olvidar. en una infortunada jugada del destino, Ana debe hacerle frente a lo que nunca pensó revivir viejos temores y dolores, estará Ana lista para dar el perdón y ser perdonada.
Leer más🕔 Nueva York, 5:00 a. m. Como cada mañana, me dispongo a iniciar mi rutina. A mis treinta años, he logrado abrirme paso en el exigente mundo de la salud, destacando como una cirujana comprometida y apasionada. Después de ejercitarme, aún con tiempo de sobra, me sumerjo en mi tina de baño. Al cerrar los ojos, los recuerdos me envuelven: mi pasado, las luchas, los sacrificios. Nada ha sido fácil, y lo sé muy bien. Tuve que dejar atrás a mi familia… y a mi primer amor. O mejor dicho, el único hasta ahora.
De pronto, abro los ojos de golpe. El reloj marca las 6:20 a. m. Me había perdido en mis pensamientos más de lo que creía. Solo me quedaban cuarenta minutos para alistarme y salir rumbo al hospital. Ya lista, salgo de mi apartamento y camino hacia la estación. El tren me lleva directo al Hospital General, donde trabajo desde hace un año. Por fortuna, está a solo veinte minutos.
Al llegar, me detengo en la entrada, respiro profundo y cruzo el umbral. No es fácil presentarse en el trabajo con mil pensamientos rondando la mente, y aun así, tener que dejarlos a un lado para poder ayudar a otros. Como todos los días, me reúno con el equipo que me acompañará en la ronda. Saludo a todos. La jefa Nancy, con su habitual seriedad al borde de la rigidez, da instrucciones precisas a las enfermeras, quienes la escuchan con atención.
Hoy tengo tres pacientes por operar. El primero es Daniel, un joven de 19 años que sufrió una fractura cerrada en su pierna derecha mientras jugaba fútbol. Me acerco, lo examino y le aseguro que todo estará bien. Con una buena recuperación, podrá volver a jugar. Él asiente, y esa confianza que deposita en mí me llena de motivación. Es en esos momentos cuando amo aún más mi profesión.
Nancy continúa con la ronda. La siguiente paciente es Marina, una mujer de 57 años que sufrió un golpe en la cintura, provocando una fractura evidente. Al revisar sus radiografías, confirmo una fractura considerable de cadera. Le informo a Nancy que será la primera en ser operada: su dolor es agudo y necesita alivio urgente.
El tercer paciente es un hombre de 30 años que tuvo un accidente en motocicleta, resultando en una fractura del radio en su brazo izquierdo. Terminamos la ronda, y me preparo para entrar al quirófano. Pero justo entonces, desde urgencias, llega una alerta: una niña de ocho años necesita cirugía inmediata. Un accidente automovilístico le ha roto una costilla, la cual está dañando tejidos y órganos vitales.
En ese instante, el mundo se detiene. Vagos recuerdos de la tragedia que viví con mi hermana menor me golpean con fuerza. Los gritos de Nancy, corriendo con una camilla, me devuelven a la realidad. En ella va la niña, pálida e inconsciente. La ingresan a sala, y junto a mi equipo, comenzamos la intervención.Son las 13:15 p. m. Me recuesto brevemente contra la pared, observando ese pequeño cuerpo aún dormido por la anestesia. En mi rostro hay una sonrisa: hemos salvado su vida. Después de cinco horas de cirugía, esa niña tiene otra oportunidad. Mis colegas me felicitan, y yo les agradezco. No podría haberlo logrado sin ellos.
Al salir de la sala, agotada, camino con la vista baja. Sin querer, choco contra lo que parece un muro… o más bien, un hombre alto, corpulento. Levanto la mirada y me encuentro con unos ojos que me examinan con intensidad. Es Alejandro, el padre de Lucía, la niña que acabo de operar. Aunque no lo sabía en ese momento.
—¿Cómo está mi hija? —me pregunta con voz grave y autoritaria.
—¿Es usted el padre de la niña del accidente? —le respondo. —Claro que soy el padre —dice con tono irónico—. ¿O qué cree, que estoy aquí esperando a ver qué médica tonta sale por esa puerta?Sus palabras me hieren. Con voz quebrada, le informo:
—Su hija está fuera de peligro. Será trasladada a unidad intermedia para monitorear su evolución.Me doy vuelta para marcharme, pero una voz dulce y ronca me llama. Me giro y veo a una anciana que me abraza con fuerza. Me agradece por salvarle la vida a su nieta. Sin saber qué hacer, le doy una palmadita en la espalda y le digo que no hay nada que agradecer.
Entonces, Alejandro interrumpe:
—Madre, ella es médica. Es su obligación salvar vidas. No tienes por qué agradecerle.Quiero salir corriendo, pero mi orgullo me lo impide. Tomo aire y le respondo a la anciana:
—Su hijo tiene razón. No se preocupe.Con la mirada fija en Alejandro, me doy media vuelta y me marcho. Al llegar a mi consultorio, respiro hondo. Unas lágrimas escapan de mis ojos. Es frustrante que, en pleno siglo XXI, aún exista gente incapaz de mostrar gratitud.
Golpes en la puerta. —¿Ana, estás ahí? —pregunta una voz familiar. —Sí —respondo con una sonrisa fingida.Es Susam, mi amiga desde la universidad y ahora colega.
—¿Qué estabas haciendo? —Nada, solo estoy cansada. Acabo de salir de sala, fue agotador. —Claro, todo el hospital está hablando de ese caso. De la niña que operaste.La miro, confundida.
—¿Por qué tanto revuelo? No es la primera niña que entra a cirugía. —No es por la niña —dice riendo—, es por quién es su padre.La observo intrigada.
—¿Quién es? —¡Por Dios, Ana! ¿No ves noticias? El papá de esa niña es el hijo del dueño de la compañía de comunicaciones más grande del mundo.La miro y le respondo:
—¿Y eso qué? Es humano igual que nosotras, ¿no?Susam me observa divertida.
—¿Acaso ya lo conoces? ¿Es verdad que es guapo?Suspiro.
—No importa qué tan guapo sea. Su arrogancia y grosería me dejaron claro que sería el último hombre en el que me fijaría.El reloj marcaba las tres de la madrugada cuando el doctor Ramírez, colega y viejo amigo de Ana, se acercó con expresión serena.—Está estable —le dijo, con voz baja—. Solo fue una fractura en el brazo. Nada grave. Si quieres, puedes pasar a verla.Ana no respondió. Se quedó mirando el suelo, como si las baldosas blancas pudieran darle una señal. Susan, que había permanecido a su lado en silencio, le tocó el hombro con suavidad.—Es mejor enfrentar las cosas de una vez —susurró—. No por ella. Por ti.Ana asintió con un gesto casi imperceptible. Caminó por el pasillo como si cada paso pesara el doble. Al llegar a la habitación, se detuvo en el umbral. La luz tenue iluminaba el rostro de su madre, dormida, con el brazo vendado y una expresión que ya no era la de antes.Los años le habían cobrado caro. Su piel estaba marcada por el tiempo, sus ojos cerrados parecían más hundidos, y su cabello, antes fuerte y oscuro, ahora caía en mechones grises sobre la almohada.Ana no se acercó. Se qu
El jardín de la mansión Domínguez estaba decorado con luces cálidas, guirnaldas de papel, y una mesa central repleta de dulces color pastel. Lucía corría entre los invitados con una corona de flores en el cabello, saludando a todos como si fuera la reina de la tarde. Su risa era contagiosa.Ana llegó puntual, con un vestido azul profundo que resaltaba su elegancia serena. Susan la acompañaba, fiel a su promesa de no dejarla sola en un evento tan cargado de emociones. Ambas cruzaron el portón principal y caminaron hacia el jardín, donde la música suave y el murmullo de los invitados creaban una atmósfera casi mágica.Alejandro las vio llegar desde la terraza. Su mirada se detuvo en Ana, como si el tiempo se ralentizara. Ella sonrió con timidez, y él bajó los escalones para recibirlas.—Te ves hermosa —susurró Alejandro, sin apartar los ojos de ella.Ana bajó la mirada, pero no pudo evitar sonreír. Susan, a su lado, observaba todo con discreción, hasta que sintió una mirada fija desde e
Ese mismo día Alejandro me acompaño de vuelta a la clínica a recoger mis cosas personales no tenía ganas de seguir trabajando, mi madre había conseguido lo quiso desestabilizarme emocionalmente, Alejandro me llevo a mi apartamento, durante el trayecto respeto mi silencio pero me brindo apoyo desde el, después que se marchara no sin antes de habernos abrazado por un largo tiempo, - esa noche fue la peor de muchas que ya casi no recordaba, di vueltas en la cama no lograba conciliar el sueño lo único bueno era que Susan regresaba mañana de su viaje familiar, La necesitaba.-esa mañana comenzó con un café que compartía con Susan en la cafetería del hospital. El aroma a vainilla flotaba en el aire.—¿Y entonces? —preguntó Susan, removiendo su taza con lentitud—. ¿Vas a seguir fingiendo que no pasó nada?Ana soltó un suspiro. —No estoy fingiendo. Solo... estoy procesando.Susan la miró con esa mezcla de ternura y firmeza que solo una amiga verdadera puede sostener.—Te conozco, Ana. Y sé qu
Ana no respondió de inmediato. El silencio entre ellos se volvió denso, como si cada segundo pesara más que el anterior. Alejandro la observaba, sin atreverse a moverse. Ella seguía de espaldas, mirando por la ventana, como si buscara respuestas en el horizonte.Finalmente, Ana habló, sin girarse.—No sé si puedo volver a confiar, Alejandro. No después de todo lo que pasó.Él dio un paso más cerca, con voz serena.—No te pido que confíes ahora. Solo que me permitas demostrarte que esta vez no voy a dejarte sola.Ana se giró lentamente. Sus ojos estaban húmedos, pero no lloraba. Era como si las lágrimas se negaran a caer, aferradas a una dignidad que no quería quebrarse.—¿Y si no puedo? —susurró—. ¿Y si ya no soy la misma?Alejandro sonrió con ternura.—Entonces conoceré a la nueva Ana. Y me enamoraré de ella también.Ella bajó la mirada. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que alguien la veía completa: con sus cicatrices, sus miedos, sus fortalezas. No como una mujer rota, sino c
La noche había caído sobre la ciudad, y aunque el cielo estaba despejado, dentro de mí todo era una tormenta. Me encontraba sentada en el borde de mi cama, con la nota de Alejandro aún en mis manos. “Solo puedo decirte que ahora que te encontré no pienso alejarme de ti.” Esa frase resonaba como un eco persistente en mi mente.Intenté distraerme, puse música suave, me preparé una infusión de manzanilla, pero nada lograba calmar el temblor sutil en mi pecho. ¿Por qué me afectaba tanto? ¿Por qué esa nota me hacía sentir como si algo que había estado dormido en mí comenzara a despertar?Me levanté y caminé hacia el balcón. La ciudad brillaba como un océano de luces lejanas. Respiré profundo. No podía negar que Alejandro había sido importante en mi vida, pero también era cierto que el dolor que me dejó mi pasado no se borraba con flores ni palabras bonitas.Justo cuando pensaba apagar el celular, llegó otro mensaje. Esta vez no era de mi madre. Era de él.“Ana, sé que no tengo derecho a ped
Con el paso de los días, mi mente empezó a encontrar algo de paz. Alejandro cumplió su promesa: no me buscó, me dio mi espacio. La rutina del trabajo me mantenía ocupada, y aunque Susan intentaba hablar del tema, yo simplemente la evadía. Así transcurrían mis días, entre bisturís y pensamientos que prefería no enfrentar.Una tarde cualquiera, mientras atendía en mi consulta, mi teléfono comenzó a sonar. De reojo vi que era un número desconocido. No le di importancia y seguí con mi labor. Más tarde, ya sola en el consultorio, tomé el celular y vi un mensaje de ese mismo número. Mi corazón comenzó a latir con fuerza. Sentí que los ataques de ansiedad estaban al acecho. Sabía quién debía ser.Con manos temblorosas, decidí abrirlo. Era ella. Mi madre. Esa mujer que nunca se cansa de buscarme, aunque solo sea para herirme. Por un instante quise eliminar el mensaje sin leerlo, pero algo me detuvo. Lo abrí.“Hija, sé que no quieres saber de mí, pero no puedes echarme de tu vida así. Llevas a
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