El reloj marcaba las tres de la madrugada cuando el doctor Ramírez, colega y viejo amigo de Ana, se acercó con expresión serena.
—Está estable —le dijo, con voz baja—. Solo fue una fractura en el brazo. Nada grave. Si quieres, puedes pasar a verla.
Ana no respondió. Se quedó mirando el suelo, como si las baldosas blancas pudieran darle una señal. Susan, que había permanecido a su lado en silencio, le tocó el hombro con suavidad.
—Es mejor enfrentar las cosas de una vez —susurró—. No por ella. Por ti.
Ana asintió con un gesto casi imperceptible. Caminó por el pasillo como si cada paso pesara el doble. Al llegar a la habitación, se detuvo en el umbral. La luz tenue iluminaba el rostro de su madre, dormida, con el brazo vendado y una expresión que ya no era la de antes.
Los años le habían cobrado caro. Su piel estaba marcada por el tiempo, sus ojos cerrados parecían más hundidos, y su cabello, antes fuerte y oscuro, ahora caía en mechones grises sobre la almohada.
Ana no se acercó. Se qu