La noche había caído sobre la ciudad, y aunque el cielo estaba despejado, dentro de mí todo era una tormenta. Me encontraba sentada en el borde de mi cama, con la nota de Alejandro aún en mis manos. “Solo puedo decirte que ahora que te encontré no pienso alejarme de ti.” Esa frase resonaba como un eco persistente en mi mente.
Intenté distraerme, puse música suave, me preparé una infusión de manzanilla, pero nada lograba calmar el temblor sutil en mi pecho. ¿Por qué me afectaba tanto? ¿Por qué esa nota me hacía sentir como si algo que había estado dormido en mí comenzara a despertar?
Me levanté y caminé hacia el balcón. La ciudad brillaba como un océano de luces lejanas. Respiré profundo. No podía negar que Alejandro había sido importante en mi vida, pero también era cierto que el dolor que me dejó mi pasado no se borraba con flores ni palabras bonitas.
Justo cuando pensaba apagar el celular, llegó otro mensaje. Esta vez no era de mi madre. Era de él.
“Ana, sé que no tengo derecho a ped