Esa misma noche
Terminé mis pendientes mucho más temprano de lo habitual. La cirugía de emergencia de Lucía, la niña de ocho años, había alterado por completo mi agenda. Mis colegas, generosos y atentos, se encargaron de las operaciones que tenía programadas. Les agradecí profundamente. Después de lo vivido, no deseaba volver a entrar a quirófano ese día.
Tras llegar a mi apartamento, me aseé, comí algo ligero y, movida por la curiosidad, decidí investigar al padre de Lucía. Su nombre: Alejandro Domínguez. Vicepresidente de la empresa de comunicaciones más poderosa del país, propiedad de su padre. Internet estaba repleto de artículos sobre él, pero uno en particular me llamó la atención: “El viudo más sexy y soltero de la industria”. Quise seguir leyendo, pero ya eran las 10:00 p. m. y al día siguiente tenía turno, aunque sin cirugías pendientes. Preferí descansar. Me acosté deseando no volver a cruzarme con ese hombre.
Alejandro estaba sentado en un sillón junto a la ventana de la habitación de su hija en el Hospital General. Observaba la ciudad, pero su mente estaba atrapada en el miedo. Nunca había sentido tanto terror como ese día. Desde la muerte de su esposa, tres años atrás, su mayor temor era perder a Lucía. Por eso siempre había sido sobreprotector.Una falla mecánica en el auto provocó que el conductor perdiera el control. El vehículo se volcó. El chófer falleció en el acto. Alejandro sobrevivió, pero su mundo se tambaleó.
Un abrazo cálido lo sacó de su trance. Era su madre, quien no se había separado de él ni un minuto. Lo abrazó con ternura y le susurró que Lucía estaba bien, que no debía culparse más. Él la miró. Solo ella sabía que si perdía a su hija, su vida se apagaría por completo.
Lucía, aún conectada a los monitores, mostraba un leve color rosado en sus mejillas. Cada media hora, una enfermera entraba a revisar sus signos vitales. Alejandro se sentía agradecido de que estuviera en ese hospital, el mejor de Nueva York.
Una imagen se coló en su mente: la doctora que había operado a su hija. Hacía mucho que no se detenía a observar a una mujer, pero ella lo había impresionado. Joven, sí, pero con una belleza serena. Lo más extraño era el impulso que había sentido de hablarle con rudeza, como si quisiera reclamarle algo. Era una sensación que no experimentaba desde hacía años… y que volvió al verla.
—Papá… papá… —una vocecita tierna lo llamó.
Se giró y vio a Lucía con los ojos entreabiertos. Corrió hacia ella, la abrazó con fuerza y le susurró:
—Aquí estoy, mi vida. Siempre a tu lado.Lucía volvió a cerrar los ojos. Alejandro salió corriendo en busca del médico de turno, quien le confirmó que aquello era una señal de mejoría. Todo evolucionaba bien.
📱 Su celular vibró. En la pantalla, el nombre de su padre. Contestó. Pedro Domínguez estaba fuera del país, pero siempre pendiente. Alejandro habló con él unos minutos y colgó. Sus padres habían sido su mayor apoyo, especialmente con Lucía. El amor que sentían por su nieta era inmenso.
Hace apenas diez años, Alejandro descubrió que ellos eran sus padres biológicos. Había vivido gran parte de su infancia con Pablo Duarte, un hombre que lo rescató de la calle. Antes de morir, Pablo le pidió que buscara a sus verdaderos padres. Alejandro lo hizo.
La mujer que lo cuidó en su niñez desapareció sin dejar rastro. Él se encargó de buscar su origen y dio con el orfanato donde Pablo lo había adoptado. Allí descubrió su verdadero nombre: Alejandro Domínguez. Pablo siempre lo llamó Luis Duarte.
A los diecisiete años trabajó en todo lo que pudo. Ahorró y contrató a un investigador privado. Dos años después, obtuvo la respuesta: era hijo de Pedro Domínguez, magnate de las comunicaciones digitales, y de Teresa Domínguez.
Cuando los tuvo frente a él, no podía creerlo. Solo tenía una pregunta:
—¿Por qué me abandonaron?Ellos, entre lágrimas, le contaron su historia. Cuando tenía tres años, Alejandro se perdió al salir corriendo detrás de una pelota que rodó hacia la calle. La niñera estaba distraída. Cuando volteó, él ya no estaba. Lo buscaron durante años, pero parecía habérselo tragado la tierra. La policía cerró el caso. Sin embargo, sus padres nunca dejaron de buscarlo ni perdieron la esperanza.
Alejandro no sabía si creerles, pero necesitaba ese abrazo. Desde entonces, su vida cambió. Estudió administración de empresas. En la universidad conoció a Rossi Díaz, primero amiga, luego esposa. Aunque en el fondo de su corazón aún vivía el recuerdo de aquella chica que fue su primer amor y que desapareció sin explicación.
A los veinticinco años, Rossi le dio el título más hermoso: padre. Nació Lucía. Fueron felices. La familia que siempre soñó. Pero el destino volvió a golpear. En el quinto cumpleaños de Lucía, Rossi partió al cielo, dejando un vacío inmenso. Desde entonces, su vida era un espacio oscuro… con una única estrella: su hija.
Abrí los ojos con esfuerzo. La alarma sonaba insistente. Hoy llegaría un poco tarde al hospital, solo tenía que hacer ronda a los pacientes postoperatorios. Me metí al baño y me di una ducha caliente. El invierno era implacable.Me animé a ponerme unos jeans ajustados y una camiseta que se ceñía a mi figura. Me miré al espejo. Había cambiado. Mi cuerpo estaba más definido, aún conservando mi peso ideal. Me recogí el cabello en una coleta. Cuando decidí tomar las riendas de mi vida, también tomé decisiones sobre mí. Cambié el color de mi cabello de negro a rubio. Y, la verdad, me quedaba muy bien.
Tomé mi bolso y mi bata, salí del apartamento y me dirigí al hospital. Entré directamente a mi consultorio, me senté… y las imágenes del día anterior comenzaron a invadirme. Alejandro. Su mirada. Su arrogancia. Su historia.