El amanecer apenas despuntaba cuando Lilith ya estaba de pie en el claro de entrenamiento. La brisa matutina agitaba su cabello, ahora recogido en una trenza apretada que caía por su espalda. Vestía ropa de combate: pantalones ajustados pero flexibles, botas de cuero resistente y una camiseta sin mangas que dejaba ver sus brazos tonificados. Ya no quedaba rastro de la omega temblorosa que una vez fue.
Respiró hondo, llenando sus pulmones del aire fresco del bosque. El rocío aún cubría la hierba y el silencio solo era interrumpido por el ocasional canto de algún pájaro madrugador. Lilith cerró los ojos, concentrándose en su respiración, en la energía que fluía por su cuerpo. Cuando los abrió, Freya, la Beta, caminaba hacia ella con paso decidido.
—Llegas temprano —comentó Freya, su voz firme pero no desprovista de aprobación.
—No puedo permitirme llegar tarde —respondió Lilith, irguiéndose—. No cuando hay tanto que aprender.
Freya asintió, evaluándola con la mirada. La Beta era una muj