Alejandra Marie Costa
El túnel olía a humedad, a encierro y a silencio antiguo. La tierra se pegaba a nuestras manos mientras descendíamos a ciegas. Lina sostenía la linterna con las manos temblorosas, pero su luz era débil, apenas suficiente para distinguir las paredes apretadas que parecían cerrarse con cada paso.
¿Cómo sabia sobre este túnel bajo la casa? Pregunta que ronda por mi cabeza llenándome de miedo ¿porque no estábamos enteradas?
Mi hija duerme sobre mi pecho, ajena a la oscuridad. Su respiración suave era el único consuelo que me anclaba a la calma. Marian va detrás de mí, y Gael al frente, guiándonos como si conociera cada curva del pasadizo.
—¿A dónde lleva esto? —preguntó Marian en voz baja.
—A un antiguo depósito de herramientas, detrás del taller abandonado, cerca del río —respondió Gael sin girarse—. De ahí cruzaremos por un sendero oculto hacia la estación. Pero tenemos que movernos rápido. Si nos alcanzan aquí dentro, no hay dónde correr.
Seguimos avanzando. El tú