Alejandra Marie Costa
El mensaje no volvió a salir de mi mente.
“No puedes esconderte para siempre. Él ya sabe.”
Lo repetí en mi cabeza más veces de las que puedo contar. Cada palabra era como un clavo sobre mi tranquilidad, martillando una y otra vez.
Marian fue la primera en tomar control de la situación. Cerró todas las ventanas. Reforzó las cerraduras con lo poco que teníamos a mano: una silla, una cadena, clavos oxidados que encontró en un cajón. Mientras tanto, Lina no se despegó de mi hija ni un solo instante.
—Tenemos que irnos esta noche —dijo Marian sin rodeos—. Antes de que oscurezca. No sabemos si vendrá él o alguien más, pero este lugar ya no es seguro.
—¿Y si nos están vigilando? ¿Y si moverse es justo lo que quieren? —pregunté, sintiéndome dividida entre la urgencia y el miedo.
—¿Y si quedarse es lo que él espera? —replicó Marian.
Sus palabras me dolieron, no por lo que decían, sino porque tal vez tenía razón.
Entonces alguien llamó a la puerta.
Tres golpes secos.
Nos m