Alejandra Marie Costa
La salida del pasadizo era tan estrecha que por un instante creí que no lograría pasar. Tuve que empujar con el hombro, rasparme las rodillas y contener el llanto de mi hija, que comenzaba a inquietarse en mis brazos. Pero entonces, sentí el aire. Libre. Frío. Vivo.
Emergí a campo abierto, detrás de un viejo galpón oxidado cubierto de maleza. Respiré profundo. No podía creerlo: estábamos fuera.
El cielo comenzaba a aclarar. La primera luz del amanecer pintaba el horizonte de tonos grises y anaranjados. Corrí, aún sin saber a dónde. Debía alejarme del túnel. Debía encontrar a alguien. O a nadie. A salvo.
Entonces lo vi.
Un jeep oscuro se aproximaba por un sendero de tierra, levantando polvo. Por un segundo dudé si correr o quedarme.
El vehículo se detuvo a pocos metros. Un hombre de unos cincuenta años descendió. Alto, con la piel curtida por el sol, el cabello canoso recogido en una coleta, y un rifle colgado al hombro.
—¿Eres Alejandra Marie? —preguntó.
Asentí c