El amanecer llegó sin pedir permiso, filtrándose entre las cortinas como un recordatorio cruel de que el tiempo no se detiene por nadie, y mucho menos por él. Sebastián abrió los ojos antes de que el sol terminara de asomarse y, durante un segundo, creyó que podría engañarse, que este sería un día normal. Que podría olvidar el peso que llevaba tatuado en la mente desde la medianoche.
Pero entonces sintió el ligero movimiento a su lado.
Isabella respiraba hondo, profundamente dormida, acurrucada contra él como si el mundo no fuera un lugar capaz de arrancarle todo. Como si la vida no hubiese sido lo suficientemente despiadada ya.
Sebastián la observó en silencio.
Había en esa quietud algo que le dolía más que cualquier amenaza externa: la condenada sensación de que este sería el último día en que podría verla así, tranquila, sin la sombra de Carlos proyectándose sobre ambos.
Porque ahora lo sabía.
Carlos no estaba escondido.
Carlos no estaba huyendo.
Carlos quería que ellos supieran qu