Cuando la noche vino, la casa olía a cena fría y a papeles. Hicimos el simulacro: las últimas contraseñas, la señal que lanzaría si me quedaba sin cobertura, la instrucción sobre lo que debía hacer si no volvía. Sus ojos parecían preguntar todo en silencio; no quería que la respuesta fuera impulsiva. Entré en ese ritual sabiendo que la mayor carga de la noche sería no contarle que, en mi cabeza, el Día 3 era una trampa diseñada para hacernos comparecer, no para ocultarlo.
Antes de dormir, Isabella se quedó un rato mirándome, como si leyera en mí pequeñas grietas. Me dijo algo que caló profundo:
—Pase lo que pase mañana, volvemos juntos.
La frase fue un ancla. La repetí en la cabeza mientras apagué la luz y me quedé solo con el zumbido leve del servidor apagado que dejé a un lado. Quise creerla tanto como temer por ella. Me quedé despierto, revisando el rastro digital por última vez, y encontré la confirmación final: no solo nos habían mirado; nos habían seguido desde hace días. Las ru