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Sebastián Vargas permanecía en la penumbra de su oficina, solo, rodeado de pantallas que parpadeaban con números, mapas y transacciones internacionales. Cada luz que titilaba en la ciudad parecía un recordatorio de que alguien observaba, de que cada movimiento podría ser relevante, y de que la seguridad de Isabella dependía de su capacidad para anticiparse a todo. La ciudad era un tablero y él, un jugador que debía prever cada movimiento antes de que ocurriera.
Había pasado años vigilándola desde la distancia. Antes de acercarse oficialmente, antes de ser su socio en esta venganza silenciosa, él la había protegido sin que ella lo supiera. Cada gesto, cada conversación, cada sonrisa de Isabella estaba registrado en su memoria como si fueran tesoros invisibles. Su amor había permanecido oculto, silencioso, mientras ella seguía adelante, inconsciente de que alguien cuidaba sus pasos.
Ahora la distancia no era solo una elección; era un requisito. Mantener sus identidades intactas,