El nombre *Clara Vargas* comenzaba a tener un peso que Isabella no había previsto.
Era extraño cómo una identidad falsa podía volverse una segunda piel: firme en la superficie, pero con grietas invisibles que dolían al respirar. En el espejo del baño del pequeño apartamento que ahora ocupaba en el Upper West Side, se observó detenidamente. El cabello castaño, más claro que su tono natural, caía en ondas suaves sobre los hombros; el maquillaje era impecable, estudiado para dar la impresión de una mujer eficiente, calculadora, pero sin dejar de ser accesible. Todo en ella —la forma en que se movía, hablaba, sonreía— era una construcción.
A veces pensaba que *Isabella * había muerto junto con Eva.
Y que *Clara Vargas* era el fantasma que había quedado atrás, caminando en su lugar.
Respiró profundo. Tenía una cita importante.
Martín Ríos, el empresario que había conocido dos días atrás en aquella cafetería del centro, la había invitado a una reunión privada para “analizar en detalle” cier