La noche avanzaba cuando Clara Vargas se recostó en el sofá y dejó que el silencio inundara el apartamento. La carpeta abierta, los documentos encima de la mesa de centro, el mensaje inquietante: “Lo sabemos”. Todo formaba parte de un ecosistema de alarma que ya había dejado de ser sorpresa para ella. Ahora, era rutina. Pero nunca rutina cómoda.
Cerró los ojos y visualizó a Sebastián Vargas en su mente. Se imaginó las líneas de su rostro tensas, la mano sobre una mesa en otro lugar, revisando datos. Pensó en sus pocas palabras de hoy: el mensaje breve, la reunión pospuesta, “quédate vigilante”. Vigilante. Esa palabra pesaba. Porque vigilancia significaba separación. Vigilancia implicaba que él la veía, la protegía, o al menos lo intentaba. Pero no estaba allí. No la tocaba, no la consolaba. Y se preguntó si ella misma permitía que la distancia creciera.
Se levantó del sofá, fue hacia la ventana y apartó la cortina. Las luces de la ciudad titilaban, una marea de vida que no tenía nada