Sebastián Vargas estaba en la penumbra de su oficina privada, un espacio amplio en el piso más alto de uno de sus rascacielos en Manhattan. La ciudad se extendía como un tablero de luces bajo él, cada destello un secreto que podía comprar, vender o manipular, pero ninguno tan importante como el que buscaba ahora.
Desde hace años, había observado a Isabella sin que ella lo supiera. Antes de acercarse, antes de convertirse en su socio y cómplice, él había sido el guardián invisible, el hombre que velaba por ella mientras mantenía su distancia. La había visto reír, sufrir, amar y perder, todo sin que supiera que había un par de ojos que no dormían por ella. Aquella devoción silenciosa lo había hecho fuerte y paciente. Ahora, las circunstancias lo habían unido oficialmente a ella, pero la distancia obligada por la seguridad de ambos le recordaba cruelmente aquellos días de vigilancia secreta.
Encendió su monitor, desplegando un mapa de flujos financieros internacionales. La familia Millán