Ese día, Asha y Bruno salieron de paseo.
El cielo tenía un azul tranquilo, sin nubes que interrumpieran su vastedad, y el aire olía a pasto recién cortado y agua estancada.
Iban en silencio en el auto, ella mirando por la ventana con los pensamientos enredados como raíces viejas.
Él, con la mirada fija al frente, pero de vez en cuando sus dedos buscaban los de ella, como si necesitara recordarle que estaba ahí. Que no estaba sola.
Asha estaba nerviosa. Lo que había ocurrido entre ellos apenas días atrás aún vibraba en su piel.
Fueron a un lago escondido entre los árboles, ese mismo al que el abuelo los llevaba cuando eran niños. Un lugar que olía a recuerdos, a tardes interminables de juegos, risas y aventuras. El tiempo parecía detenido ahí, como si ese lugar los hubiese estado esperando.
Bruno la ayudó a subir al bote de remos. El contacto de su mano firme le provocó un escalofrío que no supo esconder. A medida que se alejaban de la orilla, Asha sentía que todo lo demás —los problema