Dianella sintió cómo el mundo se le tambaleaba bajo los pies.

El rostro pálido de Elen, la súplica en su voz, la mirada húmeda que la atravesaba como una flecha directa al pecho. Todo eso se le quedó grabado en la mente como una fotografía maldita.

—¿Qué… qué has dicho? —balbuceó con la garganta seca, aunque intentó que su tono sonara firme.

—Sebastián… tu padre. Él está muriendo, Dianella. Necesita un trasplante de hígado urgente. ¡Tienes que ayudarlo! ¡Eres su única esperanza!

Dianella sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Dio un paso atrás como si hubiese recibido un golpe físico. El corazón le retumbaba dentro del pecho, aturdida por esas palabras.

—¡Vete! ¡Lárgate ahora mismo! —exclamó, la voz desgarrada por una mezcla de miedo, rabia y negación.

—¡No! ¡No voy a irme! —dijo Elen con desesperación—. ¡Tú puedes salvarlo! ¡Es tu sangre también!

La tomó del brazo, suplicante. Pero Dianella, temblando por dentro, se lo zafó de un tirón.

—¡Guardias! ¡Sáquenla de aquí ahora mismo!