Al día siguiente.
El amanecer se coló por las ventanas altas del taller, tiñendo de dorado los hilos de luz que bailaban sobre la superficie de la joya.
Dianella tenía las manos sudorosas, los dedos temblorosos mientras sostenía la pieza con infinito cuidado. Era hermosa. Un diseño intrincado, elaborado con precisión y amor. Casi todo lo había hecho ella.
Solo un viejo orfebre artesanal —amigo de su padre— la había guiado con paciencia y respeto.
Pero el resto... cada detalle, cada curva, cada engaste, había nacido de sus propias manos.
Su padre entró en el taller y se detuvo en seco al ver el resultado final. Durante un segundo no pudo hablar. Solo la miró, con los ojos llenos de orgullo y ternura.
—Es… es tan maravilloso, hija —dijo al fin, con voz entrecortada—. Es digno de una reina. Vas a ganar. Estoy seguro.
Dianella dejó la joya en su estuche, lo cerró con suavidad, y luego corrió hacia su padre para abrazarlo. Se aferró a él como cuando era niña, como si por un instante pudiera