La habitación estaba en silencio, pero el aire ardía. Elen apenas podía respirar.
Su pecho subía y bajaba con violencia, sus pupilas estaban dilatadas, sus mejillas rojas de confusión y rabia.
—¿Qué… no es qué? —preguntó con voz quebrada, dando un paso hacia adelante. Su tono no era de duda, sino de desafío, de dolor. Sus labios temblaban—. ¿Qué no soy tu hija? ¿Qué me compraste? ¿Qué soy una mercancía?
El mundo entero pareció tambalearse bajo sus pies. Todo lo que creía saber se deshacía, como un espejo astillado cayendo al suelo. El eco de sus palabras reverberó en las paredes altas de la mansión.
Ana, la mujer desconocida de ojos llorosos, dio un paso al frente.
Tenía la mirada húmeda, suplicante. Sus manos temblaban, y su cuerpo parecía pequeño frente a la magnitud de aquel momento. La emoción la hacía frágil, pero no menos firme.
—No… no es así —murmuró Ana, con un hilo de voz—. No del todo…
Elen retrocedió instintivamente, como si la presencia de aquella mujer pudiera herirla más