Asha y Bruno caminaban por el pasillo del hospital, con el eco de sus pasos, marcando el ritmo de una calma que les sabía a alivio.
Habían pasado horas en vela, temiendo por Dianella y Sebastián, pero ahora… ahora por fin podían respirar. Ambos estaban fuera de peligro.
La luz fría del hospital iluminaba sus rostros cuando, de pronto, una voz desgarrada rompió el silencio.
—¡Tú! —gritó una mujer, desde el otro extremo del pasillo—. ¡Tú, asesina!
Bruno se tensó de inmediato, y Asha se detuvo en seco. Giraron apenas, y entonces la vieron.
Una figura frágil, temblorosa, envuelta en una bata de hospital que le colgaba como si su cuerpo hubiese perdido todo sostén.
El cabello desordenado, los ojos inyectados de dolor y rabia.
Caminaba descalza, arrastrando los pies con desesperación, y señalaba a Asha con un dedo tembloroso y acusador.
—¡Por tu culpa! —vociferó—. ¡Por tu maldita culpa perdí a mi bebé!
Asha la miró, perpleja. Su ceño se frunció, pero no de culpa, sino de extrañeza. La recon