El hombre temblaba. Sus ojos, rojos de tanto llorar, se clavaban en ella con súplica desesperada. Asha lo miró, erguida, con la frente en alto, como quien por fin se reconoce a sí misma después de tanto olvido.
Él apretaba la pistola contra su sien. El sudor le resbalaba por el cuello. Jadeaba como un animal herido.
—¡Si no me perdonas… me mato! ¡No puedo seguir viviendo sin ti!
Asha no se movió. Ni un paso atrás, ni uno adelante. Solo lo miró, largo y profundo, con esa expresión serena que esconde siglos de dolor.
Y entonces, su voz brotó como un cuchillo envuelto en seda.
—Entonces, mátate.
Él parpadeó, desconcertado.
—Ruega todo lo que quieras —continuó—. Grita, arrodíllate, haz teatro. Pero escúchame bien, Iker… nunca te voy a perdonar.
La pistola tembló en sus manos.
—¿De verdad crees que vales la pena? Me destruiste. Me usaste. Por tu culpa perdí a mi hijo… el hijo que deseaba, que amaba. Te burlaste de mi amor, me entregué a ti con el corazón abierto y tú… tú me convertiste en