Asha dio una última vuelta por aquel pequeño departamento.
Sus pasos resonaban en el suelo como ecos de un pasado que ya no quería sostener. Cada rincón, cada grieta en la pared, cada sombra de los muebles, todo parecía impregnado de recuerdos.
Hasta hacía poco, había creído amar ese lugar.
Porque ahí, en ese espacio humilde y cálido, había amado. O al menos, había creído hacerlo.
Había reído entre esas paredes, había soñado, había entregado su cuerpo y su alma, con la fe ingenua de quien cree que el amor es más fuerte que el odio.
Pero ahora… ahora ese departamento era una cárcel de recuerdos turbios. Un templo profanado.
Sus ojos recorrieron el cuarto vacío una última vez.
—Aquí te lloré —susurró—. Pero ya no más.
Se dio la vuelta sin mirar atrás. Cerró la puerta con suavidad, como si aún quisiera respetar lo que alguna vez fue.
***
El auto negro esperaba en la entrada del edificio.
En el asiento del conductor, su padre, Federico Durance, la observaba con el corazón en la garganta.