Lo peor estaba por estallar.
Los ojos de Federico Durance se clavaron en Iker como dagas afiladas.
No había afecto, ni cortesía, ni sombra de respeto. Solo una furia contenida que ardía bajo la superficie de su mirada tranquila.
Iker, en cambio, esbozó una sonrisa suave, falsa, como si todo fuera parte del guion que él aún creía controlar.
—Vaya, mi amor… ¿Tu padre aquí? —comentó con una voz melosa, casi burlona—. Qué inesperado.
Asha giró el rostro hacia él, regalándole una sonrisa encantadora, dulce… pero cargada de veneno.
—Claro. Mi padre está aquí porque me ama tanto, que quiso acompañarme en el día más feliz de mi vida… Me ha perdonado todo, ¿no es Magnífico? ¿No estás feliz, querido?
Iker sostuvo la sonrisa con dificultad, sintiendo el sudor frío recorrerle la espalda.
—Claro que sí. Si tú eres feliz, yo también lo estoy —respondió, mientras sus ojos se deslizaban con cautela hacia Federico—. No se preocupe, señor Durance, le prometo que su hija recibirá el trato que merece.
La