—¡Asha! ¡Asha, por favor, vuelve!
La voz de Iker retumbó por todo el salón como un eco desesperado, rompiendo el silencio tenso que había dejado el escándalo.
Sus pasos rápidos intentaron seguirla, pero antes de que pudiera cruzar la puerta, una mano firme lo detuvo con violencia.
Federico Durance.
El hombre lo miró con una mezcla de rabia y dignidad herida. En su mano temblaba un sobre. Iker intentó zafarse, pero Federico se lo lanzó contra el pecho con fuerza, obligándolo a tomarlo.
—¿No te lo dijo tu adorada madre? —escupió con desprecio—. Está acabada. Cometió otro crimen dentro de prisión. No va a salir. Nunca. Vas a pudrirte esperando por ella.
Iker palideció. Por un momento, pareció que todo el color abandonaba su rostro. Abrió el sobre con torpeza, y leyó los documentos que confirmaban la condena definitiva. Su madre… había intentado matar a otra interna. Una sentencia más larga, más definitiva.
Pero antes de poder asimilarlo, Federico lo agarró por el cuello de la camisa con