Ellyn llegó a la mansión Durance con el corazón en un puño.
Sus pasos resonaban con eco en el mármol frío del vestíbulo, como si cada uno fuera una despedida anunciada.
El ambiente olía a recuerdos: a cenas elegantes, a flores frescas, a los días en que ella aún creía en los finales felices.
Allí estaba él. Su abuelo, erguido, pero con los hombros vencidos por el peso de la tristeza, veía fotos de la abuela, de su gran amor, pero luego, desvió la mirada hacia ella.
Al verla, su expresión se transformó: sus ojos brillaron con una mezcla de orgullo y resignación.
—Abuelo —dijo ella, y su voz tembló como si contuviera mil palabras no dichas—. Debo irme.
El silencio que siguió fue un golpe seco.
El anciano tragó saliva, y al mirarla a los ojos, lo supo. No había marcha atrás. La decisión estaba tomada, grabada con fuego en el alma de su nieta. Esa era la mirada de alguien que había sido herido de muerte... pero, aun así, caminaba.
La abrazó con fuerza. Sus brazos temblaban mientras la env