—¿Por qué la tonta de Ellyn no le ha dicho nada a Federico sobre el bebé? ¿O es que…? ¿Acaso ese bastardo no es hijo de Federico? —murmuró Samantha frente al espejo, aplicándose carmín rojo con una sonrisa amarga—. Debo aprovechar la maldita culpa de Federico, antes de que Ellyn vuelva a meterse entre los dos.
Se retocó el cabello, se arregló el maquillaje con precisión quirúrgica. Aquella noche tenía que brillar. La fiesta no era solo un festejo: era una declaración de guerra disfrazada de compromiso. Si lograba que todos creyeran que Federico estaba a punto de casarse con ella, entonces Ellyn no tendría más opción que alejarse. Eso pensaba. Eso deseaba.
Pronto, Melissa condujo la silla de ruedas de Samantha hasta el bar que habían reservado. Al llegar, la música vibraba en las paredes, y las luces tenues daban un aire sofisticado al ambiente. Los invitados ya estaban ahí, algunos con copas en mano, otros murmurando entre sí con miradas esquivas.
Los rumores flotaban como humo espeso.