—¿Qué pasa, señor Durance? —la voz de Ellyn cortó el aire como un látigo—. ¿No es capaz de ir por el anillo de la abuela? ¿Tan cobarde eres? Siempre puedes mandar a tu amante… quizá ella tenga más agallas que tú.
El comentario cayó como una bomba en medio de los invitados.
Un silencio espeso envolvió el lugar, solo roto por los jadeos indignados de Samantha.
—¡Ellyn, eres una mujer terrible! —espetó la joven, con los ojos enrojecidos y la voz temblorosa, desbordando furia y humillación.
—¡Cállate, Samantha! —escupió Ellyn con frialdad, clavando la mirada en ella como si quisiera atravesarla. Luego volvió su rostro hacia Federico—. Esto es entre tú y yo, Federico. Ella… que se quede en su papel de víctima, que tan bien sabe fingir.
Federico no respondió. Su respiración era agitada.
Bajó la mirada hacia la piscina, y por un momento pareció vacilar.
Pero luego, sin decir una sola palabra, comenzó a quitarse el saco empapado por el sudor de la tensión, el reloj, el teléfono y la cartera.